La Flor de Mal
Jardines, llenos de flores.

No imaginaba verme, ebrísimo, peleando. he disfrutado siempre embriagarme. Siempre. Me fascina la soledad con la que lo hago y pocas veces disfruto de la compañía de alguna persona cuando se enfrenta cualquier situación al borde de cualquier barra, enfrente de cualquier cantinero, al lado de cualquier espontaneo o solitario paseante.

Odio profundamente los bares en donde la música es estridente. Me exasperan esos cubiles en donde se mezclan cacofónicos sonidos populares y en los que la iluminación tiene el propósito mediocre de estimular la frivolidad de algunos sentidos.

En todo momento muestro paciencia y tolerancia, sin importarme siquiera, ser la única víctima de tan complicadas, inestables e impredecibles veladas. Creo mucho en el intercambio energético. Cedo energía y la robo. Nada de vampirismos ni hechizos. El misticismo es asunto vedado y de potestad fantástica. Lo otro, es cuestión animal, el misterio de la especie, de las especies. 

En este momento me duele la cabeza. Bebí mucho, reí, hice algunas calumnias, me caí de ebrio, sentí el vapor de la tristeza que es acompañada de un sentimiento profundísimo, idéntico al llanto; peleé. No fue un exceso accidental ¿Cuál lo es?. Es el primer acto que la conciencia olvida y le deja, le cede turno al bellísimo instante de natural y salvaje instinto animal. Me sé animal. Mi oponente insiste, levantando la voz, militarmente, a que le dé réplica a su válida aunque incongruente necesidad de pelea. Entendí algo importante y para la mayoría de hombres: no importa si existe un motivo real que justifique la validez de una pelea, simplemente, es cuestión natural, de especie; condición humana. Juzgué rápidamente y, más por la costumbre que por el instinto, lo evité buen rato intentando ser civilizado e “inteligente”… ¡qué estupidez!

Toda generación tiene una característica que la hace diferente y única de las demás, su única semejanza es la violenta y refractaria tardanza con la que entiende el propósito de su existencia, en su tiempo. Volteo a los setentas y siento el llanto y la tristeza que significa el número 74, me gusta mucho, es mi número, le atesoro como solo se puede atesorar a las cifras. Recuerdo que tiene mucho tiempo que ocurrió. Mucho. Fue rápido. Un parpadeo. 

Esquivo el primer golpe. Siento un miedo instantáneo que, al entrar la adrenalina en la sangre desaparece. Llego por mero error o por obligación al 88 u 89, estoy parado dentro del circulo que un grupo de mozalbetes de secundaria hace en la calle de Comonfort, Carlos Zarco está en frente mío, en guardia. El segundo golpe me llega a la nariz, el golpe me aturde y recorre un camino largo acompañado del sabor dulzón y férrico de la sangre. La pelea más corta en las historias de secundaria, fue la mía. Lourdes me vio, tal vez le rompí el corazón al ver cómo me apaleaban. Era, es y será la mujer más hermosa que haya podido ver en mi vida, de la que me haya podido enamorar. Sí, alguna vez sentí el dardo envenenante del amor. Hacía mucho no veía mi propia sangre. Hoy se ve negra y espesa. 

La adrenalina me hace reaccionar y ahora soy yo, sí, yo quien transforma el rictus de la cara e inyecta venganza en la mirada, me conecto con los ojos de la bestia. Enloquezco, no doy pauta a mis golpes, es un frenesí de movimientos que irremediable, termina en un baile de salón sin ritmo ni sentido. Me paseo por el patio, veo a Eduardo Cárdenas hundirse, perderse en una bola humana. La masa humana lo devora. Corremos, doy golpes con mi porta planos a todas partes, en toda dirección, es el 96, me gano la enemistad de muchos; la masa humana me devora ahora a mí, veo el pie de Eduardo. No recuerdo nada más. Esa semana no fui a clase. No quería que Alejandra me viera hundido y machacado. Era, es y será la mujer más hermosa que haya visto, de la que haya podido enamorarme. Sí, el dardo envenenante del amor deja una cicatriz perpetua. Caigo al suelo bramando y babeando.

Mi rival cae. Descubrimos, viéndonos con tristeza y lástima en los ojos que los animales envejecemos a ritmos acelerados. No decimos nada. Estrechamos la mano y nos perdemos, cada uno en direcciones similares pero contrarias a los pensamientos del otro. Tal vez nunca volvamos a vernos, a beber un trago o a felicitarnos por habernos hecho el favor de golpearnos en la cabeza tan duro como para ver lo que significa estar vivo. Camino dubitativo y ebrio, ebrísimo. De nada sirvió la adrenalina de la pelea, caigo. Hacía mucho que no caía al suelo. Por un momento, me imagino tendido en un jardín lleno de flores. Me siento ridículo. Descubro que estoy envejeciendo rápida, acelerada e inevitablemente. Veo a un hombre en crisis, devastado, con el mismo peso, o peor aún: con el peso de una pelea más.

Foto Christina Deravedisian
 
 


La Flor de Mal
William Calavera 11 junio, 2017
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